El valor de lo inmaterial



Siempre he creído que es inútil darle un gran valor sentimental a las cosas materiales. Me refiero a tenerle afecto, querer o adorar algo que podemos tocar, ver, palpar, pero que en sí mismo carece de vida. No podemos amar un objeto inanimado.

¿Por qué creo esto? Lo creo por el simple hecho de que las cosas materiales son efímeras en nuestra existencia. Meros cachivaches que tendrán un ciclo marcado en nuestro vida, y que lamentablemente están condenados a desaparecer por actos propios o ajenos, algunas veces premeditados y otras, fortuitos.

Recuerdo muy bien cuando me robaron mi primer celular, uno con pantalla verde, antenita y sin chip, bastante antiguo para los tiempos que corrían. Cuando la escena del robo pasó, no me dolía tanto haber perdido el celular, el objeto en sí, lo que apenaba profundamente eran los mensajes de texto que tenía allí guardados, recuerdos de amores pasados que solía revisar algunas veces, sobre todo cuando me sentía solo.

No olvido también cuando una amiga perdió –nunca supo dónde- una billetera, que si bien no se la había regalado un ex-enamorado en una fecha especial, contenía pequeñas cartas de amor y tarjetitas con palabras que ella nunca volvería a leer. Recuerdo haberla visto llorar desconsoladamente porque sabía muy bien que esos afectos nunca los podría recuperar y caerían inexorablemente en el olvido.

Por último, tengo la experiencia de un viejo amigo, que una tarde, en su afán de liberarse de cosas viejas y que le quitaban espacio, se deshizo de kilos de papeles y libros viejos a través de un ropavejero, sin darse cuenta que uno de esos libros –que había marcado buena parte de su juventud- contenía la firma de su autor, con una dedicatoria muy especial para él y el sincero deseo de que conservara siempre ese ejemplar.

De estas experiencias -y algunas otras- aprendí que el mejor lugar para guardar nuestros afectos y recuerdos es nuestro cerebro, o si lo prefieren, nuestro corazón. Lo que allí albergamos no podrá ser robado, borrado o destruido. Podremos acceder  siempre a nuestros gratos recuerdos con sólo evocarlos, sin necesidad de buscar un objeto físico que los traiga hacia nosotros.

A veces le atribuimos a un objeto más valor por lo que significa que por lo que vale (o cuesta). Tenerle afecto a un peluche, un libro, una billetera, una tarjeta de cumpleaños, una casaca, unos lentes, una etiqueta, un celular, una foto, etc., siempre será un error, porque tarde o temprano un robo, una pérdida, un incendio, o lo que fuere, nos dejará sin ese objeto preciado y las consecuencias en nuestro interior pueden ser catastróficas. Más que dolidos, podríamos sentirnos damnificados.

Queda prohibido


¿Qué es lo verdaderamente importante?,
busco en mi interior la respuesta,
y me es tan difícil de encontrar.

Falsas ideas invaden mi mente,
acostumbrada a enmascarar lo que no entiende,
aturdida en un mundo de irreales ilusiones,
donde la vanidad, el miedo, la riqueza,
la violencia, el odio, la indiferencia,
se convierten en adorados héroes,
¡no me extraña que exista tanta confusión,
tanta lejanía de todo, tanta desilusión!.

Me preguntas cómo se puede ser feliz,
cómo entre tanta mentira puede uno convivir,
cada cual es quien se tiene que responder,
aunque para mí, aquí, ahora y para siempre:

Queda prohibido llorar sin aprender,
levantarme un día sin saber qué hacer,
tener miedo a mis recuerdos,
sentirme sólo alguna vez.

Queda prohibido no sonreír a los problemas,
no luchar por lo que quiero,
abandonarlo todo por tener miedo,
no convertir en realidad mis sueños.

Queda prohibido no demostrarte mi amor,
hacer que pagues mis dudas y mi mal humor,
inventarme cosas que nunca ocurrieron,
recordarte sólo cuando no te tengo.

Queda prohibido dejar a mis amigos,
no intentar comprender lo que vivimos,
llamarles sólo cuando los necesito,
no ver que también nosotros somos distintos.

Queda prohibido no ser yo ante la gente,
fingir ante las personas que no me importan,
hacerme el gracioso con tal de que me recuerden,
olvidar a todos aquellos que me quieren.

Queda prohibido no hacer las cosas por mí mismo,
no creer en mi dios y hallar mi destino,
tener miedo a la vida y a sus castigos,
no vivir cada día como si fuera un último suspiro.

Queda prohibido echarte de menos sin alegrarme,
odiar los momentos que me hicieron quererte,
todo porque nuestros caminos han dejado de abrazarse,
olvidar nuestro pasado y pagarlo con nuestro presente.

Queda prohibido no intentar comprender a las personas,
pensar que sus vidas valen más que la mía,
no saber que cada uno tiene su camino y su dicha,
sentir que con su falta el mundo se termina.
Queda prohibido no crear mi historia,
dejar de dar las gracias a mi familia por mi vida,
no tener un momento para la gente que me necesita,
no comprender que lo que la vida nos da, también nos lo quita.

Alfredo Cuervo Barrero

* Y aquí el poema leído por el genial Ricardo Darín

 

FIL0


Recuerdo muy bien esa mañana en que mi dueño me cogió con demasiada fuerza. No es que en mi oficio las cosas fueran suaves, cómodas y se me tratase con cariño, pero la rudeza de sus movimientos, su mirada fija y pulso acelerado, me hicieron notar que ese día algo no andaba del todo bien. Su rostro, normalmente apacible y con esos ojos risueños bajo sus pobladas cejas, mostraba un ceño fruncido y una mirada hundida contra el piso.

Puedo decirles que aquel hombre se caracterizaba por dar un trato excelente a todos los clientes, era respetuoso y amable, incluso en sus mejores días bromeaba con ellos y se canjeaba algunas amistades. Sin embargo —como repito— aquel día estaba extraño: casi ni respondía los saludos y, si acaso lo hacía, era de mala forma o demostrando impaciencia.

Yo podía observarle desde mi lugar de trabajo, donde había sido abandonado luego de una faena agotadora. Estaba a su servicio entre diez y doce horas diarias, menos los domingos, que nuestro negocio cerraba pronto a falta de clientes. Contra lo que puedan pensar, disfrutaba mucho de mi trabajo. Disfrutaba la sensación de sentirme útil para algo, y de poder cumplir con las exigencias —que no eran pocas— de mi labor. Porque cuando no se está de faena, ni se imaginan lo aburrido que es ser un cuchillo.

Pero no se crean que soy un cuchillo cualquiera. No soy un delicado cuchillo de mesa, o uno de esos amanerados que sólo sirven para untar mantequilla o pelar frutas. Soy un cuchillo fuerte, con un mango de madera firme y una hoja que —todo hay que decirlo— está lo bastante afilada como para cortar kilos y kilos de carne durante el día. Soy, pues, un cuchillo de carnicería.

En la tienda había otros como yo, más viejos y desgastados por años de faenas, con las hojas sueltas y los mangos destruidos, que fueron desplazados a los bordes de la mesa de trabajo, donde eran utilizados ocasionalmente. A veces imagino que todo sería mucho más aburrido si fuera como ellos, utilizado sólo por algunos minutos al día para luego volver a estar completamente estático, inmóvil e inerte.

Durante mis interminables horas de inamovilidad traté de buscarle otro sentido a mi existencia, pero siempre concluía que hay otros objetos que tienen una vida aún más triste y monótona. Creo que sería peor ser una cucharilla de té, ¿verdad? Es por ello que no deseo contarles los aspectos negativos de mi existencia, pero sí la historia del día en que mi vida cambió para siempre.

Mi dueño bajó las persianas metálicas de la tienda poco después de las seis de la tarde, al tiempo en que el sol se ocultaba en el horizonte. Aseguró con un candado la puertecilla de entrada y cruzó una viga de acero detrás de la misma. Continuaba con el ceño fruncido que observé en la mañana y esa mirada que reflejaba que algo atormentaba su mente.

Se quitó el delantal blanco, que terminaba siempre de color rojizo, y lo tiró al suelo con desgano. Cogió la silla que había detrás del mostrador para embutidos, la llevó hasta el centro de la tienda y se dejó caer pesadamente sobre ella. Sacó del bolsillo de su camisa una cajetilla de cigarros y encendió uno. Otra señal de que algo andaba mal, ya que hacía mucho tiempo no le veía fumar.

Cuando el cigarro estaba a la mitad, consumido más por su propio fuego que por las piteadas que recibía, el teléfono de la tienda sonó. En la penumbra me pareció ver que los ojos de mi dueño se enrojecían de rabia, lanzó el cigarro al suelo, lo pisoteó con furia y se puso de pie.

— ¿Qué es lo que quieres? —dijo luego de ponerse el auricular en la oreja derecha.

En ese momento me habría gustado ser el teléfono para conocer los detalles de la conversación, pero tuve que conformarme con oír lo que podía desde mi posición.

 —No pienso seguir cediendo ante ti o cualquiera de tus amigos extorsionadores —repuso con voz firme a su interlocutor—. Tus cupos y tus amenazas me tienen sin cuidado. Si lo deseas, ya sabes dónde encontrarme.

Colgó el teléfono de un porrazo. Su rostro estaba lleno de sudor, sus labios resecos como si no hubiese probado agua en días, y los latidos acelerados de su corazón parecían hacer eco en toda la tienda. Se quedó parado allí por un buen rato, como si de pronto él también se hubiese convertido en un objeto sin vida.

Al momento se oyó el ruido de un auto deteniéndose frente a la tienda. La luz de los faros se colaba por debajo de la puerta. Más ruidos. Ahora eran pasos, pasos de varios hombres, sin duda. Golpes en la puerta y gritos.

—De una forma u otra nos vamos a cobrar ese dinero, imbécil. ¡Sal ahora o entraremos! —se oyó desde la calle.

Vi sus ojos girar hacia mí casi instintivamente. Me cogió por el mango y me presionó con fuerza. Sus manos sudaban tanto o más que su rostro. Sus pupilas estaban dilatadas y podría jurar que le zumbaban los oídos.

Una sombra se movía por la ventana que daba a la calle. Mi dueño vaciló por un momento, pero luego dio un brinco y se paró junto a la ventana, agazapado junto a la pared, esperando que pase lo que pasó. Un tarro metálico lleno de basura hizo estallar la ventana en pedazos y rodó hasta la mitad de la tienda.

Al instante, un hombre se deslizó por la abertura hacia adentro. Aguantando la respiración y con un movimiento rápido, mi dueño cogió al intruso por detrás y luego, con una fuerza que le desconocía, me clavó contra su pecho. Casi la totalidad de mi hoja se enterró en ese cuerpo, que se estremecía perdiendo la vida poco a poco.

Cuando nos dimos cuenta ya era muy tarde. Otro sujeto nos apuntaba desde fuera de la tienda con un arma y disparó tres veces. La primera bala destruyó el mostrador, pero las siguientes atravesaron la pierna y abdomen de aquel hombre al que yo había servido por tanto tiempo, lanzándolo contra el piso, que lentamente fue tiñéndose de un rojo escarlata profundo.

El sujeto, aún con la pistola humeante en la mano, ingresó por la ventana y lo remató de un disparo en la cabeza, mientras hacía una mueca de asco. Luego comprobó que el cuerpo de su amigo tenía menos vida que el mío y le cerró los ojos con la palma de la mano. Antes de irse, se fijó en mí por un instante, como si acabara de ver un objeto extraño y no un simple cuchillo manchado de sangre. Me levantó, me observó con detenimiento, cubrió mi hoja con un pañuelo y me guardó en el bolsillo de su casaca. Dio media vuelta y se fue en silencio, tal y como había entrado.

Fue así que dejé mis faenas de diez o doce horas en la carnicería y me convencí de que mi existencia no sería aburrida nunca más. Sólo espero que mi nuevo dueño me deje probar, aunque sea una vez más, el calor de la sangre de un cuerpo vivo, esa sensación tan desconocida para mí, que muy a mi pesar, tengo que decirles, me gustó.

*Cuento escrito en el marco del I Taller de Escritura Creativa organizado por el Centro Cultural Peruano Norteamericano. Febrero - marzo de 2012